Nuevamente, como
todos los años, al comenzar la temporada de pesca hay mucho ruido en
el Pilcomayo. De Bolivia se comienzan a interesar seriamente por el
control de la extracción y venta de peces; pues es notorio que los
cardúmenes son cada vez más pequeños (indicador crítico de la
merma faunística de la cuenca). En Argentina los pescadores están
ansiosos por vender a toda costa a los camiones bolivianos y en
Paraguay a nadie le importa mucho; así que si los camiones tienen
que entrar en su territorio para comprarles a los pescadores
salteños, en buena hora; ya que unas “propinas” no les vienen
mal a las autoridades locales.
Esto de la pesca es
un cuento de nunca acabar; y como cuento, les voy a contar uno.
Los pescadores del
Pilcomayo de Salta (me voy a limitar a este sector para que el cuento
no sea tan largo), como todos saben, pescaban para comer lo que el
río les ofrecía. Por eso nunca había que rechazar la oferta:
cuando el río trae peces, hay que pescarlos; y el sábalo, siendo el
más abundante, se tornaba en el preferido para las artes culinarias
corrientes; mientras que el dorado era para comidas especiales
(recordemos que fue el pez por cuyo motivo se generó el gran caos y
se formó el río). El surubí, por su parte (además de sabroso)
implicaba artes de pesca cuyo buen ejercicio servía para medir las
fuerzas de los líderes de pesca (incluso como iniciación a esta
carrera).
Este concepto,
“cuando el río trae peces no hay que negarse a sacarlos”, es
porque si no se hace así, el dueño se enoja y al año siguiente no
habrá más.
Aunque desdibujada,
la idea sigue vigente. Pero también se han puesto en vigencia otras
cosas, como capas de cebolla que se superponen y conviven entre si
para conformar la identidad de ese bulbo. La comercialización
masiva de la pesca que se inicia en los últimos treinta años del
siglo XX,;transformó un alimento generador de vida (no me gusta
hablar de “subsistencia”, pues aunque el término no es
incorrecto, sus connotaciones sociales hoy son peyorativas) en
mercancía. Símbolo y sujeto cultural transfigurados en objeto de
intercambio. Mercancía que sirve para acceder a otros objetos de
intercambio, que no eran necesarios antes y que ahora hacen a la
identidad y categorización de las personas; operando más en el
orden de los simbólico que en el de lo necesario. Mercancías que
se tornan en imprescindibles para llegar a “ser personas
aceptables”. Por ejemplo, se vende el sábalo para comprar una
lata de sardinas (si, tal cual), galletitas y fideos o yerba. Eso
fortalece la identidad del pescador frente a los demás,
especialmente a los que no son como él y comen esas cosas. Es una
manera de entrar en la categoría de los que tienen casas, de los que
tienen motos, de los que gastan en ropas inútiles, toman cerveza en
lata, ganan una rifa, riegan el pasto de su jardín, o lavan el auto
el sábado… es una manera de entrar en la categoría de quienes se
dicen personas, en contraste a los “indios de mierda” que huelen
mal a pescado la mitad del año (disculpen la dureza, pero es así
como piensan los no-pescadores urbanos o urbanizados mentalmente).
Opera simbólicamente como trampolín para salir de lo que alguien
inventó como “pobreza”.
Y aquí entra otra
capa de la cebolla, que convive con las demás y otorga identidad a
“la cosa”: el que inventó la pobreza en este río tan rico y
abundante.
A alguien se le
ocurrió que los pescadores tienen que trabajar denodadamente día y
noche, porque son pobres y no pueden acceder a los “bienes de
consumo”. Ese alguien, sin dudas, es el que vende los “bienes”
de consumo; que en fin, se tornan en “males” cuando vamos a
evaluar el impacto que provoca la pesca desmedida para ser vendida a
precios infames, moneda que termina en los bolsillos de los
comerciantes. Y si, es así; finalmente son los comerciantes los que
instigan de maneras diversas y muy ingeniosas (sino, miren las
propagandas televisivas de todo lo inútil que se vende y se
transforma en necesario y hasta imprescindible para vivir) a que se
desmadren todos los mecanismos culturales y legales que podrían
regular la pesca. Los comerciantes locales y los que los proveen
desde Tartagal, están ávidos por la llegada de estos días tan
abundantes (para ellos) de intercambios comerciales. Intercambios;
ja… que risa. Ventas infames nuevamente, en donde los precios de
las cosas aumentan de manera irracional y se vende lo más inútil
que a uno se le pueda ocurrir, convenciendo al pescador o a la señora
del pescador) de que eso es imprescindible para llegar a ser persona
y dejar de ser pobre o “indio de mierda”.
Al fin, el pescador
sigue siendo el mismo “pobre” de siempre, pero come sardinas en
lata; con una bicicleta, una motito o unas “Nike”, que termina
vendiendo dentro de seis meses a precios irrisorios, a los mismos
comerciantes o los parientes del comerciante, cuando se acaba la
fiesta de la venta de pescados y empieza el nuevo “lup” (tiempo
de carestía de los Wichi).
Cuando los
mecanismos de control de Fauna de Salta se ponen estrictos, la
desesperación del pescador por llegar a ser “alguien” y la de
los comerciantes por vender lo útil para ese propósito y lo inútil
para vivir, llega a límites inconcebibles por alguien ajeno a esta
realidad. Quiero recordar acá, brevemente, que este año la
Subsecretaría del Ambiente de Salta resolvió la veda total de pesca
en toda la cuenca del Pilcomayo. Esto significa que las autoridades
deben controlar que no se pesque del lado salteño (de paso, ¿cómo
saben por donde pasa el límite en el lecho del río, si es que el
río todavía es el límite?). Esta presión, junto con el control
que desde Villamontes se ejerce sobre el paso de camiones ilegales al
río frente a las costas salteñas, llevó a que un movimiento de
pescadores de la zona de Misión la Paz amenazaran con “cerrar el
río con alambre para que no pasen los peces”. Lo que parece
insólito, era una práctica muy antigua de manejo de la pesca, que
llevó a enfrentamientos entre pueblos pescadores. Así es como
devino en guerra la aplicación de estas artes de pesca, cuando la
gente de Tofai (Nivaclé) cerró con palos el río y no dejó que
suban los peces a la zona de Tigre (Toba); de la misma manera, Lamú
(Lhokotás) atacó a la gente de Tigre (Toba) cuando hicieron lo
propio en otra temporada. Aún hoy, cuando los peces tardan en
llegar, algún pescador se pregunta ¿dónde y quién estará
cortando el río allá abajo? Así, la Ruta 28 pasó a formar parte
del universo mítico de los pescadores bolivianos. Cerrar el río no
es nuevo. Sin embargo, la anécdota desnuda otra realidad. Los
pescadores de Salta saben que, más allá de toda preocupación por
la depredación del sábalo; algo que opera ocultamente, entre las
capas de la cebolla que estamos cocinando, es la necesidad de
proteger la llegada de los peces hasta Villamontes; porque, si eso no
ocurre, el caos social y político se tornará en incontrolable.
No falta, sin dudas,
otra capa, de las más nuevas, que converge para ir formando el tallo
en cebolla. El descontrol absoluto que representa la presencia de
camiones de dudosa legalidad del “otro lado del río” y la ida y
venida de pescadores llevando y trayendo, favorece el paso de
mercancías de otro tipo; que van recorriendo el chaco mediante
mecanismos diversos y llegan a manos de los mercaderes urbanos.
Formas de transportar de maneras menos voluminosas lo mismo que
recorre los cielos en avionetas o las rutas en camiones cisternas y
hacen a las variadas vías del narcotráfico entre Bolivia y Rosario
(Argentina); para, desde ahí, salir a todas partes del mundo a
través de los puertos sojeros. El pescador se torna en otro
instrumento de este festival del folclore de la droga a través del
chaco. Así, la “changa” del pescador lo muta en pequeño
traficante de un gran comercio (cuyos alcances probablemente
desconoce) con lo cual incrementa moderadamente los infames precios
que le pagan por cada sábalo. Al fin, el que se arriesga es el
pescador, a favor de aumentar su capacidad de consumo en los mismos
comercios que le pagaron por esa “changa”. La explotación
alimenta la explotación.
Cuanto mayor es el
caos, mayor y más diverso es el enriquecimiento mediatizado por la
depredación del río.
Críticamente,
“nadie entiende cómo esta gente no progresa con todas las
oportunidades que tienen...”. Los organismos de cooperación
internacional se devanan los sesos para entender por qué su
cooperación “no saca de la pobreza a esta gente”, los organismos
del Estado invierten en subsidios y proyectos alternativos para ver
si “solucionan el problema de los NBI en la región”… y así
van las cosas. Mientras un comerciante local de Misión la Paz o uno
de los grandes de Tartagal, embolsillan (proporcionalmente de maneras
diferentes) el producto de la depredación del río; la gente de
Fauna de Salta debate hasta dónde la pesca es de subsistencia y debe
permitirse, hasta dónde es un derecho propio d ellos pueblos
pescadores y dónde comienza la pesca comercial. ¿Es el número de
peces extraídos del río el límite? ¿o será la hipocresía del
capitalismo liberal que no encuentra límites al enriquecimiento sin
importar lo que se acaba ni dejar de pensar en el sujeto pescador
como objeto consumidor o instrumento de tráfico?
La transformación
de la pesca opera, también (y no está de más recordarlo), como un
mecanismo que destruye y desestructura el orden social de las
comunidades pescadoras; evidenciando una forma más de colonización
y sometimiento en tiempos actuales. Pero este es otro cuento...