jueves, 2 de mayo de 2013

Pilcomayo, el río de las transformaciones


Pillcumayu, Tewok, Tovoc, Ñachi, Pilcomayo... nombres con que los diferentes pueblos que habitan sus márgenes lo nombran distinguiéndolo del resto del paisaje, distinguiéndose como pertenecientes a él. Gente del río, gente de sus nacientes, gente de aguas abajo; modos que quienes viven junto a él señalan su manera de corresponderle.

Desde la aridez de las piedras de lo alto, en diferentes partes de los Andes bolivianos y del Norte argentino, pasando por inmensas praderas arboladas y desérticas, hasta las húmedas planicies del río Paraguay, el Pilcomayo extiende sus brazos en más de 300.000 Km2. 270.000 Km2 acordaron a principios del siglo XXI los técnicos de los tres países que recorre, para distribuir equitativamente beneficios y responsabilidades. El acuerdo político, 90.000 Km2 para cada país, difiere de la realidad geográfica y pretende encerrar en límites dibujados la libertad que su naturaleza concita. Es el mundo horizontal, extendido, sin límites, que nace de una infinidad de brazos, arroyos, vertientes y desemboca en una infinidad de riachos, bañados, pantanos y esteros, expandiendo la horizontalidad de su geografía por sobre cualquier otra dimensión. Es el mundo en donde convergen aves y peces; mamíferos y reptiles, insectos de mil orígenes y destinos. Es el mundo en que una parte de la humanidad encontró su lugar, entendiendo sus lenguajes y señales; y otra parte intenta acomodarlo a sus propios códigos, ajenos, distantes. Es el mundo de las convergencias y de las divergencias; de la colonización permanente.

Su magia, su fuerza arrebatadora y sus misterios han transformado la geografía en los últimos veinte mil años. Miles de miles de millones de toneladas de barro, piedras, troncos, plantas, semillas, animales, insectos han sido arrastradas desde las montañas y las sierras subandinas hacia el chaco, formando sus suelos, sus bosques, sus campos extensos, su fauna; haciendo de lo inhóspito, un lugar apto para la vida y caracterizando a su paso la naturaleza que nacería arrebatada de las alturas. Veinte mil años dispersando vida en fangales y arideces. Transformó y sigue transformando. Es el río que no duerme, el río que no descansa. Es el río de los cambios permanentes. Nada es igual de un año al otro. Los frondosos algarrobales de ayer, poblados de aves, chicharras y coyuyos anunciadores de la fruta madura, son hoy extensos arenales resecos, inhóspitos, para dar lugar, mañana, al infinito bobadal, que con su homogénea monotonía transformará la aventura en tedio y será transformado, a su vez, por el fuego abrasador nacido de una cacería o de la búsqueda de pasturas para el ganado; convalidando las convergencias y las divergencias e imponiendo la colonización permanente de su territorio.

Nadie puede reemplazar las vivencias a su lado. El viento norte, llenándonos los ojos de suelo volador; los interminables atardeceres rojos y calmos; las ventiscas del sur helándolo todo para preparar la pesca; la recia creciente que con su manto de aguas lodosas transforman el mundo de una noche a la mañana. El tedio de las siestas del inicio del verano acompasadas por el prolongado canto del coyuyo y el conversar de cotorras y loros disputándose la dulce algarroba que crece a sus orillas. La pesca de Mayo, cuando el monte comienza a morir y la vida nace del agua mansa de la perpetua bajante de invierno. El frescor de sus bosques en las calcinantes tardes de primavera, aromadas de flores que anuncian las mieles y las frutas. El asombro inapelable provocado por el fino hilo de la Luna recién nueva aguas abajo, apenas antes del amanecer; el sobresalto inevitable de la huella reciente del tigre (jaguareté) en el mismo lugar en que estamos buscando agua. Nadie puede decir que conoce el mundo si no ha caminado el Pilcomayo...

Los hombres que vinieron quisieron navegar al río que se camina. Quisieron encerrar al río que se derrama en la inmensidad de las planicies. Quisieron domesticar lo “savuage”, lo indómito. Quisieron encerrar su libertad. Dispusieron transformar un centenar de ecosistemas que mutan con los cambios del río y transforman el territorio y su vida, en sistemas de producción acotados en mensuras privadas, en reglamentos de pesca encerrados en concesiones, en regímenes de uso del agua pautados por códigos escritos a lo lejos y a ciegas. Quisieron asentar definitivamente a los pueblos que habían aprendido a convivir en las comarcas del cambio permanente; edificaron pueblos y ciudades, rutas y caminos, diques, canales, puentes; pretendiendo limitar la variable dinámica de miles de años con infraestructuras de días y semanas, como si fueran dioses, amurallando territorios y vastedades; para acumular aguas y ganar tierras.

Pero Pilcomayo es como una persona. Sin claudicar a su carácter, aguanta y aguanta los golpes que le dan hasta que un día se cansa. Quiso ser encerrado por la Ruta 28, en Formosa, quiso ser conducido por donde los hombres querían, mediante canales y callejones de agua; quiso ser controlado, circunscrito, amojonado, medido, controlado... Pero como una persona, un día se cansó, se fue por otro lado. Como el tigre de sus montes al acecho, espera el descuido de su víctima para dar el próximo zarpazo. Hoy el dique de la ruta 28 está seco, hoy los peces no crecen en los bañados de Formosa, sino en los nuevos bañados de Paraguay. Hoy los campos productivos de capital del sur se secan y los desmontes del norte se inundan sin control. Hoy los hijos de la gente que sabía vivir con sus cambios, sufre las consecuencias de su sedentarización forzada por la imagen de “un mundo mejor” representada por pueblos y ciudades circunvaladas de muros para protegerse de sus embestidas inesperadas, aterrorizando a sus habitantes y destronando a quienes quieren adueñarse de su naturaleza con políticas y prácticas insensatas.

Recuerdo, casi como un símbolo de los tiempos, las palabras de un gran líder indígena, en una reunión de técnicos y políticos que debían definir los rumbos de la ComisiónTrinacional. Eran finales del siglo XX. Bilardino, su nombre, pidió encarecidamente que hicieran algo, que estaban cansados de mudarse porque el río comía vez tras vez sus casas, sus cercos y plantíos, sus animales. Símbolo de los tiempos que señalan el temerario error de la colonización occidental iniciada a principios del mismo siglo, que ha cambiado el coraje de acompañar en su paso al río, por el pavor de vivir enclavado a su lado.

Veinte mil años de cambios y transformaciones han querido ser controlados en apenas cuarenta años de proyectos e ingeniería; convirtiendo sus riquezas en dinero y su carácter díscolo en negocios. El Pilcomayo tiene cada vez menos peces. Se ha mudado temporariamente al Norte (a Paraguay) para volver, en cualquier momento, al Sur, por caminos insólitos, arrasándolo todo a su paso, como hoy arrasa todo en el Norte.

Sin embargo, no todo es imprevisible. Nadie puede decir que no lo conoce, si ha caminado a su lado. Su huella seca está marcada en el territorio y nos alerta, como la huella del tigre que nos inquieta al verla fresca en nuestro camino. Ha dejado señales para que las podamos leer con sensatez. Sabemos por donde irá, mañana o pasado; por donde decidirá, como una persona, encaminar su paso. Es solo cuestión de tiempo. Saber qué hacer es sólo cuestión de sentido común; común al haber convivido con él y al haber sabido leer las señales.

Este sentido común se construye día a día, al observar su caminar y caminando a su lado. Cada año transforma la realidad. Cada año necesitamos conocer, palpar, vivir esta transformación para poder acompañar su paso. Después de cada creciente amanece una nueva luz sobre su andar; nuevos rumbos se atisban en el horizonte. La forma y extensión de las huellas que va dejando nos da indicios del camino que tomará en su próximo embate. Como el predador que conoce la maña de su presa, necesitamos conocer las costumbres del Pilcomayo. La única forma es estar a su lado y escuchar sus palabras, las palabras de su gente, de sus aves, de sus peces, de sus bosques y praderas, de sus insectos, de sus arenas, de sus aguas.

La tecnología nos ayuda, pero no resuelve el misterio ni neutraliza la magia de sus argucias. Los viajes nos permiten conocer y, si tenemos sentido común (común a él) podemos incluso escuchar sus palabras, entender sus señales. La mirada lejana, desde lo alto, y la vivencia cercana, desde sus tierras, se conjugan en nuevas formas de conocerlo y de planificar nuestra vida a su lado, con sus transformaciones inextinguibles y su maravillosa manera de cambiar paisajes y potenciar las posibilidades de vivir de un modo diferente a las formas estipuladas por los límites internacionales, el sedentarismo impuesto por mensuras y propiedades privadas, las costumbres ajenas y lejanas, y las políticas hídricas que olvidan que el río (lo hídrico) es sólo una parte de la geografía, una parte que la estructura en torno a él, a su movimiento, la transforma y le da vida permanentemente.

 Luis María de la Cruz
 

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