Pillcumayu, Tewok,
Tovoc, Ñachi, Pilcomayo... nombres con que los diferentes pueblos
que habitan sus márgenes lo nombran distinguiéndolo del resto del
paisaje, distinguiéndose como pertenecientes a él. Gente del río,
gente de sus nacientes, gente de aguas abajo; modos que quienes viven
junto a él señalan su manera de corresponderle.
Desde la aridez de las
piedras de lo alto, en diferentes partes de los Andes bolivianos y
del Norte argentino, pasando por inmensas praderas arboladas y
desérticas, hasta las húmedas planicies del río Paraguay, el
Pilcomayo extiende sus brazos en más de 300.000 Km2. 270.000 Km2
acordaron a principios del siglo XXI los técnicos de los tres países
que recorre, para distribuir equitativamente beneficios y
responsabilidades. El acuerdo político, 90.000 Km2 para cada país,
difiere de la realidad geográfica y pretende encerrar en límites
dibujados la libertad que su naturaleza concita. Es el mundo
horizontal, extendido, sin límites, que nace de una infinidad de
brazos, arroyos, vertientes y desemboca en una infinidad de riachos,
bañados, pantanos y esteros, expandiendo la horizontalidad de su
geografía por sobre cualquier otra dimensión. Es el mundo en donde
convergen aves y peces; mamíferos y reptiles, insectos de mil
orígenes y destinos. Es el mundo en que una parte de la humanidad
encontró su lugar, entendiendo sus lenguajes y señales; y otra
parte intenta acomodarlo a sus propios códigos, ajenos, distantes.
Es el mundo de las convergencias y de las divergencias; de la
colonización permanente.
Su magia, su fuerza
arrebatadora y sus misterios han transformado la geografía en los
últimos veinte mil años. Miles de miles de millones de toneladas
de barro, piedras, troncos, plantas, semillas, animales, insectos han
sido arrastradas desde las montañas y las sierras subandinas hacia
el chaco, formando sus suelos, sus bosques, sus campos extensos, su
fauna; haciendo de lo inhóspito, un lugar apto para la vida y
caracterizando a su paso la naturaleza que nacería arrebatada de las
alturas. Veinte mil años dispersando vida en fangales y arideces.
Transformó y sigue transformando. Es el río que no duerme, el río
que no descansa. Es el río de los cambios permanentes. Nada es
igual de un año al otro. Los frondosos algarrobales de ayer,
poblados de aves, chicharras y coyuyos anunciadores de la fruta
madura, son hoy extensos arenales resecos, inhóspitos, para dar
lugar, mañana, al infinito bobadal, que con su homogénea monotonía
transformará la aventura en tedio y será transformado, a su vez,
por el fuego abrasador nacido de una cacería o de la búsqueda de
pasturas para el ganado; convalidando las convergencias y las
divergencias e imponiendo la colonización permanente de su
territorio.
Nadie puede reemplazar
las vivencias a su lado. El viento norte, llenándonos los ojos de
suelo volador; los interminables atardeceres rojos y calmos; las
ventiscas del sur helándolo todo para preparar la pesca; la recia
creciente que con su manto de aguas lodosas transforman el mundo de
una noche a la mañana. El tedio de las siestas del inicio del
verano acompasadas por el prolongado canto del coyuyo y el conversar
de cotorras y loros disputándose la dulce algarroba que crece a sus
orillas. La pesca de Mayo, cuando el monte comienza a morir y la
vida nace del agua mansa de la perpetua bajante de invierno. El
frescor de sus bosques en las calcinantes tardes de primavera,
aromadas de flores que anuncian las mieles y las frutas. El asombro
inapelable provocado por el fino hilo de la Luna recién nueva aguas
abajo, apenas antes del amanecer; el sobresalto inevitable de la
huella reciente del tigre (jaguareté) en el mismo lugar en que
estamos buscando agua. Nadie puede decir que conoce el mundo si no
ha caminado el Pilcomayo...
Los hombres que
vinieron quisieron navegar al río que se camina. Quisieron encerrar
al río que se derrama en la inmensidad de las planicies. Quisieron
domesticar lo “savuage”, lo indómito. Quisieron encerrar
su libertad. Dispusieron transformar un centenar de ecosistemas que
mutan con los cambios del río y transforman el territorio y su vida,
en sistemas de producción acotados en mensuras privadas, en
reglamentos de pesca encerrados en concesiones, en regímenes de uso
del agua pautados por códigos escritos a lo lejos y a ciegas.
Quisieron asentar definitivamente a los pueblos que habían aprendido
a convivir en las comarcas del cambio permanente; edificaron pueblos
y ciudades, rutas y caminos, diques, canales, puentes; pretendiendo
limitar la variable dinámica de miles de años con infraestructuras
de días y semanas, como si fueran dioses, amurallando territorios y
vastedades; para acumular aguas y ganar tierras.
Pero Pilcomayo es como
una persona. Sin claudicar a su carácter, aguanta y aguanta los
golpes que le dan hasta que un día se cansa. Quiso ser encerrado
por la Ruta 28, en Formosa, quiso ser conducido por donde los hombres
querían, mediante canales y callejones de agua; quiso ser
controlado, circunscrito, amojonado, medido, controlado... Pero como
una persona, un día se cansó, se fue por otro lado. Como el tigre
de sus montes al acecho, espera el descuido de su víctima para dar
el próximo zarpazo. Hoy el dique de la ruta 28 está seco, hoy los
peces no crecen en los bañados de Formosa, sino en los nuevos
bañados de Paraguay. Hoy los campos productivos de capital del sur
se secan y los desmontes del norte se inundan sin control. Hoy los
hijos de la gente que sabía vivir con sus cambios, sufre las
consecuencias de su sedentarización forzada por la imagen de “un
mundo mejor” representada por pueblos y ciudades circunvaladas de
muros para protegerse de sus embestidas inesperadas, aterrorizando a
sus habitantes y destronando a quienes quieren adueñarse de su
naturaleza con políticas y prácticas insensatas.
Recuerdo, casi como un
símbolo de los tiempos, las palabras de un gran líder indígena, en
una reunión de técnicos y políticos que debían definir los rumbos
de la ComisiónTrinacional. Eran finales del siglo XX. Bilardino,
su nombre, pidió encarecidamente que hicieran algo, que estaban
cansados de mudarse porque el río comía vez tras vez sus casas, sus
cercos y plantíos, sus animales. Símbolo de los tiempos que
señalan el temerario error de la colonización occidental iniciada a
principios del mismo siglo, que ha cambiado el coraje de acompañar
en su paso al río, por el pavor de vivir enclavado a su lado.
Veinte mil años de
cambios y transformaciones han querido ser controlados en apenas
cuarenta años de proyectos e ingeniería; convirtiendo sus riquezas
en dinero y su carácter díscolo en negocios. El Pilcomayo tiene
cada vez menos peces. Se ha mudado temporariamente al Norte (a
Paraguay) para volver, en cualquier momento, al Sur, por caminos
insólitos, arrasándolo todo a su paso, como hoy arrasa todo en el
Norte.
Sin embargo, no todo es
imprevisible. Nadie puede decir que no lo conoce, si ha caminado a
su lado. Su huella seca está marcada en el territorio y nos alerta,
como la huella del tigre que nos inquieta al verla fresca en nuestro
camino. Ha dejado señales para que las podamos leer con sensatez.
Sabemos por donde irá, mañana o pasado; por donde decidirá, como
una persona, encaminar su paso. Es solo cuestión de tiempo. Saber
qué hacer es sólo cuestión de sentido común; común al haber
convivido con él y al haber sabido leer las señales.
Este sentido común se
construye día a día, al observar su caminar y caminando a su lado.
Cada año transforma la realidad. Cada año necesitamos conocer,
palpar, vivir esta transformación para poder acompañar su paso.
Después de cada creciente amanece una nueva luz sobre su andar;
nuevos rumbos se atisban en el horizonte. La forma y extensión de
las huellas que va dejando nos da indicios del camino que tomará en
su próximo embate. Como el predador que conoce la maña de su
presa, necesitamos conocer las costumbres del Pilcomayo. La única
forma es estar a su lado y escuchar sus palabras, las palabras de su
gente, de sus aves, de sus peces, de sus bosques y praderas, de sus
insectos, de sus arenas, de sus aguas.
La tecnología nos
ayuda, pero no resuelve el misterio ni neutraliza la magia de sus
argucias. Los viajes nos permiten conocer y, si tenemos sentido
común (común a él) podemos incluso escuchar sus palabras, entender
sus señales. La mirada lejana, desde lo alto, y la vivencia
cercana, desde sus tierras, se conjugan en nuevas formas de conocerlo
y de planificar nuestra vida a su lado, con sus transformaciones
inextinguibles y su maravillosa manera de cambiar paisajes y
potenciar las posibilidades de vivir de un modo diferente a las
formas estipuladas por los límites internacionales, el sedentarismo
impuesto por mensuras y propiedades privadas, las costumbres ajenas y
lejanas, y las políticas hídricas que olvidan que el río (lo
hídrico) es sólo una parte de la geografía, una parte que la
estructura en torno a él, a su movimiento, la transforma y le da
vida permanentemente.
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